Lienzos de agosto


La habitación olía a óleo fresco. Hace poco había terminado de pintar el quinto autorretrato esa semana. No había visto el sol ni sentido la brisa del viento en todo ese tiempo, el aire de la habitación era pesado y frío, pero sentía una presión en el pecho, como si le costara respirar. Se le habían terminado algunos colores, le gustaba usar mucho el azul y el esmeralda para pintar sombras, pero ya no quedaba nada. Le parecía que no se veía como se pintaba, que era alguien más, que pintaba a alguien más, se miraba en el espejo, era el mismo rostro pero siempre se veía tan diferente. Trataba de recuperar la pasión que alguna vez tuvo por pintar, pero sentía que se había ido, o que quizá nunca la tuvo, nunca se consideró bueno pintando o haciendo algo en particular. Se sentía muy mal, trataba de huir de sí mismo, como quien huye de lo inevitable, como una hoja seca que se resiste a los empujones del viento que tarde o temprano terminan por romperla y despedazarla. Salió de la habitación y subió unas cuantas escaleras, su casa tanto como él, estaba toda desordenada, hace días que no cruzaba por entre esas paredes. Salió. Sus pies descalzos se sentían un poco entumecidos al pisar la arena afuera de la casa, era de noche y hacía frío, la luna se posaba en el horizonte sobre el mar verdoso, se reflejaba tan plateada sobre el agua oscura, y había una infinidad de estrellas que le abrigaban sobre ese gran azul oscuro casi púrpura del cielo,  era muy bella, sabía que sus manos nunca podrían transmitir tanta belleza como solo cosas así podrían hacerlo. Encendió un cigarrillo y se tiró boca arriba en la arena. No tenía sentido pintar algo así. Tan solo tenía sentido eso, contemplarlo.

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