Paisajes de una vida no vivida


Un viejo jazz de la posguerra se escurría por una vieja ventana de esos altos departamentos cuya pintura de color azul pastel y naranja se descascara con el sol y la humedad, había tanta gente en la acera que me sentía tan solitario, tan inútil, tan insignificante como una roca que se hunde entre un oscuro y turbulento mar, acelerado, impredecible, salvaje e intolerante. Es difícil no ver la magnitud de nuestra pequeñez. Le estaba esperando en una cafetería cerca al aeropuerto, el café amargo de mi taza me traía recuerdos, recuerdos de heridas y caricias en el alma que aún no se borran, tal vez nunca lo hagan. Siempre he pensado que esa clase de cosas son como un peso con el que carga nuestra sombra y se va haciendo más y más grande, así, sin ningún fin ¿aferrarnos a algo del pasado? ¿para qué? nunca lo he entendido pero es así como funciona. La taza había dejado una estela de café sobre la mesa de madera color caramelo. No habían muchas personas en la cafetería y las que llegaban rápidamente se iban, tal vez a buscar un familiar o por que su vuelo estaba próximo a despegar, siempre parecía que tenían más prisa de lo normal. El paisaje desde la ventana de metro y medio mostraba la totalidad del aeropuerto, era gracioso que no se divisaba ningún ave y que los aviones vistos a lo lejos, eran como un puñado de palomas, esas carcasas de acero se veían tan libres en el cielo como cualquier ave que sabe a dónde quiere ir. Entró torpemente arrastrando su maleta verde oliva de rodachines, llevaba un vestido azul turquí y un abrigo color negro doblado entre sus brazos, miró su reloj plateado, había llegado unos minutos tarde, o quizás a tiempo, pero llegó minutos después de que decidiera que era mejor no despedirnos, llegó cuando yo ya me había ido. Sentí que esa despedida haría aún más grande mi sombra y por eso, decidí irme sin decir algún adiós.

Comentarios