Cielo lánguido

 

Un libro sobre la mesa de madera era hojeado velozmente por el viento, la portada roja y negra medio desgarrada se sacudía con cada soplo. El decimosexto piso tenía un balcón muy extenso, allí la huerta de albahaca cubría su mayor extensión, con sus flores rosadas y blancas. A pesar de ser un edificio que se mantuvo en pie tras la guerra y los bombardeos, se notaba una ligera inclinación hacia el norte y también se notaban unas cuantas grietas considerables sobre la fachada en gris y blanco. Se ubicaba en la zona antigua, rodeado de otros edificios, de casas y también de escombros. 


Hacia mucho que no crecían arboles realmente grandes en la tierra, pues al llegar a determinada altura, el árbol se iba secando, la tierra había sido lastimada de tal forma que no podía garantizarle la vida a cualquier planta que en ella habitara. La humedad formaba una densa capa en el suelo que dejaba oculto el pavimento roto, la tierra semihúmeda y el olor a cal y huesos que se impregnaba el los zapatos al caminar.


El rocío de la mañana se escurría por las paredes agrietadas, pasaba y se ocultaba allí donde la pintura y parte del hormigón estaba por desprenderse. A pesar del feroz viento frío, se sentía un aire seco, algo típico para un día gris. El silencio se veía interrumpido por los maullidos de dolor de un pequeño gato postrado en el sillón, hace poco le habían encontrado bajo los escombros, desnutrido, con sus patas traseras rotas y con una infección en uno de sus ojos. Tuvieron que extirparlo. Acababa de despertarse, tenía fiebre por las heridas y ya se le había pasado el efecto del medicamento de la noche anterior. El anciano se levantó de la cama y se dirigió a la cocina, la leche ya estaba tibia, la mezcló con un poco de medicina y la puso en una jeringa. Se dispuso a darle la leche al diminuto felino, lo acarició un poco y esbozo una sonrisa, pero pronto se borró al pensar que era cuestión de tiempo, que el gatito no iba a recuperarse en ese terrible estado en el que se encontraba, pero aún así, su corazón no le permitía tomar la vida del animal para acabar con su sufrimiento, cada vez que lo pensaba se sentía más triste.


Un gato más grande se encontraba recostado sobre la albahaca, el aroma se había impregnado en su pelaje negro. Desde la noche de la llegada del pequeño gato, la mayor parte del tiempo lo había contemplado empáticamente con sus ojos grises, aunque también se había acercado para lamerlo y acariciarlo. Pasaron unas cuantas horas cerca al atardecer de ese día gris. No se escucharon más maullidos del pequeño felino, el anciano supo con amargura que su tiempo se había detenido, se despojó el abrigo y cubrió con el al pequeño cuerpecito del felino. Sus ojos se humedecieron un poco y quiso asomarse al balcón para tomar un poco de aire y calmarse un poco con el aroma de la albahaca. El otro gato se acercó silenciosamente y se sentó contemplando al igual que el anciano la vista desde el decimosexto piso. Él se percato de su presencia, mantuvo el silencio un rato y cuando se hubo calmado un poco más, exclamó con una voz ligeramente quebrada para el gato y tal vez también como para quien se dice algo a si mismo y trata de mentirse inocentemente:


-Tranquilo, el gatito está bien, su madre ha venido y se lo ha llevado para cuidarlo, estará mejor con ella...



                                                                      -Basado en hechos reales.

Comentarios