Febrero en Tokio

 

Era su tercera noche en Tokio, empezaba a acostumbrarse al hotel y a los martinis que la joven japonesa del servicio al hotel le llevaba a la puerta de su habitación a las nueve todas las noches. Siempre le sonreía antes de hacer la típica reverencia e irse dejando una estela con aroma a jazmín por el pasillo y a pesar de su edad, le parecía que ella era bastante alta. Se sentó en el sofá mientras por la ventana contemplaba en silencio las luces de la ciudad empañadas por una suave brisa. Había tenido una relación con una chica desde que eran niños, más de diez años juntos y sin embargo ahora que el padre de ella se convirtió en el alcalde de la ciudad, ella le había dejado argumentando que él no representaba para ella una persona centrada, comprometida, prometedora y que en definitiva él era muy inmaduro para ella, así que luego ella había empezado a salir con un primo de él que recientemente fue elegido concejal de la ciudad. Se sintió un poco triste y tomó amargamente un sorbo del cocktail mientras recordaba los buenos momentos y también los detalles que él consideraba importantes pero que ella nunca había tenido en cuenta, como esa vez que vendió muchas de sus cosas para poder llevarla de vacaciones a una isla cercana, que pese a que no fuera un gran gesto en un sentido económico, era de lo poco que podía permitirse sacrificando sus cosas, pero ahora ella y su nueva pareja, podían darse lujos de los que él nunca habría podido ofrecerle.

 Tomó su abrigo de lana gris junto con una sombrilla traslúcida, quería contemplar las luces de la ciudad más de cerca y fundirse con el gran espectáculo, perderse entre el germen vivo y ferviente de las calles. Caminó entre la mar de gente y por un momento se sintió desconectado de su desconsuelo, se vio maravillado por los colores que emanaban de los grandes letreros en la avenida, los aromas provenientes de los restaurantes y lugares de comidas exóticas, y finalmente también por el melancólico jazz que exhalaba un bar de letras azules en neón. Y entre ese nido sonoro, encontró un lugar para escapar de su memoria y de la ciudad de la que hace tres días había huido.

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